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jueves, 12 de abril de 2007
Último Árbol
Último Árbol

Teresa de Jesús

La herida de la cara le dolía como brasa, pero el aceite de alacrán le probaba bien. Los hijos dormían al mediodía y era un alivio no tener que moverse para atender a uno o a otro. Cuando el marido está lejos es difícil cuidar de los pequeños, ubicar alacranes y hormigas, cazar cucarachas y moscas, y amasar el fango hasta dejarlo comestible. El agua no era problema. La gota al fondo de la cueva era una bendición. Se acordó de los nidos de golondrina, amasados con saliva.

El sol comenzaba a introducirse en la cueva amenazando alcanzar la cara del niño. Se movilizó con presteza y arrastró al pequeño unos centímetros. Con su marido habían pensado proteger la entrada de alguna manera contra cualquier peligro y también del viento y del sol, pero no lo habían hecho, y ahora el marido no estaba.

Con la luz entraron las moscas, agresivas y violentas. Era una nube compacta y zumbante de un azul relámpago como los envoltorios de chocolate que compraba en el quiosco de la escuela. Se orientaron rápidamente, y con voracidad monstruosa atacaron una olla con restos de comida que ella tapó con rapidez. Era la caza del día. Con un matamoscas que venía quién sabe por qué en el gran canasto de mimbre que trajeron el día del éxodo, empezó a golpear las que aún entraban, amontonándolas cuidadosamente en un rincón: doscientas una, doscientas dos, doscientas cincuenta y ocho. En la carita de la niña se posó una extraordinariamente grande. Doscientas noventa y una. Parecía que no había más. Antes las moscas le parecían asquerosas. Pero no ahora. No. No ahora.

El ruido de los insectos chocando contra las paredes de la olla le recordaba vagamente el zumbido de un avión. ¡Ay, cuándo volvería a oír el zumbido de un avión! Sentía nostalgia cada vez que permanecía despierta mientras los niños dormían. Acaso hubiera sido mejor quedarse a vivir en la ciudad como los otros. En la ciudad también había suficientes escorpiones; el problema era la falta de agua y los tremendos cambios de temperatura.

Era cierto que extrañaba a sus amigos, pero era a los amigos de antes a los que extrañaba, cuando todavía había árboles y se vivía en colores. Una noche se encontró con Pondo y Loria... (tan queridos que fueron, los amaneceres juntos discutiendo los estatutos de la nueva universidad en el adusto campus de sólidos muros, la seriedad del argumento, la fundamentación filosófica, la planificación. Y luego las bromas sin límites, las risas de puro jóvenes que eran, la taza de café compartida por todos, las muchachas demostrando que eran inteligentes, muy inteligentes; los muchachos tranquilos, no hay para qué presumir, decían. Y la soluciones que debían ser rápidas, muy rápidas porque no había tiempo para plazos largos. La blusa con vuelos de Loria se le había quedado pegada en una envidia por muchos días... “mamá quiero una blusa blanca con vuelos aquí y allá, onda retro mamá, exactamente eso” hasta que la tuvo y entonces se pelearon un poco con Loria pero no mucho porque se prestaban las faldas y los ponchos, y porque los pololos de entonces eran tan amigos y además porque estudiaban juntas y había que presentar un frente común a los hombres y también porque ¡por Dios que se querían! Estas niñas decían las mamás ni que fueran hermanas, como si hubiera que ser hermanas para quererse tanto. O tal vez si hubieran sido hermanas...) y la miraron como viejos lobos. Pondo cargaba un bidón con agua y Loria unos trozos de madera. Ella protegió instintivamente los hijos con su brazo extendido ¿por qué? ¿de quién los protegía? Ellos habían sido tan amigos... Pondo y Loria se desvanecieron en la noche. El polvo amortiguaba sus pasos y la gente que deambulaba como ánima en pena apareciendo y desapareciendo, eran seres silenciosos. A ella no le gustaba salir porque sus ojos no se adaptaban a la noche y nunca lograba ver la gente hasta que la tenía encima, pero él le había dicho que llevara a los hijos a caminar todas las noches para que se mantuvieran fuertes.

“Nunca corras el riesgo de que los alcance el sol, le había dicho, sácalos solamente en la noche” y levantándole la cara, la besó. Luego, acariciando las semillas que llevaría consigo, musitó con certeza: “Llevan el secreto de tus manos. Tú cosecharás sus frutos”.

Y se fue en la noche rumbo al sur, lleno de fe.

El sol empezó a retirarse dejando la cueva en penumbras. Era una espada violenta este sol mortal. La herida de la cara fue un chicotazo del sol de la tarde que ella había considerado inofensivo. Y a propósito ¿Por qué no ensayar tratar la herida con pasta de cucaracha? Amasándola bien resultaba una pasta homogénea y oscura, fácil de esparcir.

“¡Para qué ensayar . Seguiré con la crema de alacrán!”

El concepto alacrán hizo saltar un resorte en su cerebro, y giró la cabeza justo para sorprender no menos de una docena de escorpiones entrando airosamente. Él tenía razón: había que mantener la entrada absolutamente limpia. El campo visual tenía que ser perfecto. Tomó el palo arrimado a una pared de la cueva y midió la distancia. Tenía tiempo, no se daría prisa. Estos crustáceos eran estúpidos, tal vez por eso sobrevivieron a la muerte del último árbol. Si ella gritara no interrumpirían su marcha, si matara a la mitad de ellos, los demás continuarían sin inmutarse. Por eso seguían reproduciéndose a toda máquina debajo de las piedras, pobres bichos. Empezó la matanza automáticamente contándolos, y otro, y otro, contándolos.

Tantos sentimientos encontrados que esto le traía. ¿Qué había matado ella antes de matar alacranes? En la escuela se había negado a hacer un insectario y había ofrecido hacer en cambio un herbario porque a las plantas no les duele. Quince, dieciséis, veintitrés, veintiocho. Comenzaban a empalársele las manos.

Antes todos pensábamos que a las plantas no les dolía, pero cuando éstas comenzaron a terminarse y era inminente su desaparición, nos juntamos en la casa de Rol para ver qué haríamos porque dentro de poco no tendríamos frutas ni verduras. Y Rol dijo: “ni combustibles ni pan ni carne ni arroz ni fideos”. Sima le saltó al cuello como un fiera, zamarreándolo: “nos quieres privar de todo, nos quieres matar a todos”. En seguida se puso a sollozar y empezó a morderse las manos con mucha concentración, como si hubiera estado royendo un hueso.

Allí decidimos salvar lo que quedaba, aún era tiempo y podíamos reproducir lo que teníamos. Esperaríamos hasta que las semillas maduraran y ayudaríamos a cada planta como en un parto. Mor pensó que sería bueno hacer un inventario para asignar raciones de agua y comida. Ima propuso formar un Comité para planificar el rescate.

Entonces Litra reparó en que últimamente había encontrado más cucarachas que de costumbre en su camino al hospital. Todos nos miramos en un relámpago de desesperación. Habíamos comprendido al unísono que las cucarachas iban a sobrevivir y que tendríamos que aprender a vivir como ellas.

El último bicho ya estaba despanzurrado. Con gran parsimonia amontonó los animales junto a las moscas. El le había dicho que no hiciera eso, que la comida se debía tratar con respeto. Pero ella todavía no podía. Las fuentes eran lindas, más lindas ahora que cuando vivía en su casa, y le dolía poner en ellas estos alimentos detestables. Aún no aprendía a cumplir sus deberes con limpieza, con excelencia, porque sabía que esto era transitorio, que un día, en un lugar del sur, una semilla germinaría. En una cacerola blanca de orilla azul puso toda la caza del día y la cubrió con delicadeza, como cumpliendo un rito.

No habían llegado todavía las hormigas. Las hormigas no eran estúpidas. Ellas preferían hacer sus negocios en la ciudad y alrededores donde fácilmente hallaban gente y animales muertos o moribundos. ¡Qué fácil es la vida para las hormigas! pensó. Y le sobrevino un sentimiento tierno hacia ellas. ¿Qué harían los sobrevivientes si no hubiera hormigas? Ellas devoran los cadáveres limpiando el ambiente. Las visualizó, tan rápidas con su cintura esbelta y sus antenas siempre alerta. Recordó que en la escuela había observado una hormiga en un microscopio y tenía cara de niño desnutrido. Con las hormigas la lucha era cosa seria: cuando venían lo invadían todo, rápidas como celaje. En esa guerra participaban los chicos también. Aparte de que había que juntar millones para obtener una comida satisfactoria, eran realmente agresivas y mordían sin piedad, pobres bichos, locos con su horrenda multiplicación.

Fue a cambiar el balde donde se juntaba el agua. Le tomaba exactamente treinta horas juntar diez litros, lo que era suficiente para sus necesidades mínimas. Antes estas cuevas eran húmedas, como aquella donde entré esa tarde con Mel y yo tenía miedo porque estaba oscuro y además porque sabía que en ese momento lo apropiado era tener miedo, sabiduría de mujer, y había helechos y musgo y tanto verde.

Pero aquí esta gota no lograba sacarle un solo verde a la roca.

Recordó las noches en casa. Su hermana Ess, ahora muerta, leía la Biblia en voz alta, su madre corrigiéndola sobre todo con los nombres que a Ess le costaba leer. Recordó el pasaje de Moisés sacando agua de la roca. Sonrió con desgano y se alisó el pelo. Ess decía: cuando mamá tiene pena inclina un poquito la cabeza y cuando Vaz está triste se alisa el cabello.

Fue al espejo que habían traído “para que yo no me olvide de mí, Mel por favor, para que sepa como soy hasta la muerte”. Mel había cargado también con el espejo “¡qué loca esta mujer que quiere ver como se muere! ¡No te vas a morir mujer! Ya verás como saldremos de esto”.

El espejo había pagado con creces el sacrificio porque mantenía la cueva más iluminada, más alegre. Los niños jugaban frente a él hablándole como a un compañero, y era una ayuda para descubrir alacranes subrepticios y cucarachas veloces. En la esquina inferior derecha tenía un autoadhesivo: un payasito afirmado en un árbol. El payaso vestía overol a cuadros verde y amarillo con un pañuelo rojo al cuello, y sonreía. Del árbol pendía un letrero: “venga al circo en primavera”. Mel lo había pegado por hacer una broma, hacía mucho tiempo. Ella les enseñaba a los niños señalando con el dedo: payasito y ellos repetían payasito y se reían mucho diciéndose payasito uno al otro. Un día le dijeron a ella payasita, pero no se reían porque estaban descubriendo el género. En otra ocasión ella dijo árbol, señalando el árbol, pero ellos dijeron payasito y nadie los sacó de ahí.

Separó en jarros de loza el agua para beber y puso el resto en una palangana. Volvió a colocar el balde bajo la gota, recordó el tiempo del lavado de los dientes sobre un lavatorio con el grifo a todo dar, y se arrepintió con dolor de tanto desperdicio.

Recordó que el inventario había arrojado cifras alentadoras. El Comité funcionó con responsabilidad. Las acciones se tomaron después de riguroso análisis. Todos en la ciudad respetamos el acuerdo. ¿Todos? No, no todos. Ya no recordaba bien pero parece que Yot arrancó unas hortalizas para su madre. Yot era un muchacho maravilloso. En las discusiones de los días y las noches universitarias Yot era el incorruptible, como que le decíamos Sócrates. Mel nunca creyó la historia de las hortalizas robadas, simplemente porque si Yot era corruptible aunque fuera para aliviar la agonía de su madre, entonces ninguna semilla volvería a germinar y el último árbol habría sido eso: el último árbol por toda la eternidad.

En las noches se cuidaba con amor la tierra. Los hombres y mujeres más dulces y auténticos dedicaron horas y horas a hablarles a las plantas, a contarles cuentos de bosques profundos y flores olorosas. Les hablaban del futuro, de una tierra verde y viva, de estaciones de lluvias y estaciones de estío. Durante el día cada planta permanecía protegida del sol con trozos de cartón y madera cuidadosamente inventariados para que nadie se tentara de robarlos para el fuego. Los principales problemas a resolver eran: acarrear agua, asegurar los protectores para que no los volara el viento, limpiar el polvo de las plantas y mantener a raya las hormigas. Todos fuimos asignados tareas específicas estrechamente supervisadas. Lle el tiempo de las semillas y las plantas parecían responder.

Hasta el mediodía en que se levantó el huracán y voló todo y el último árbol se quedó solo.

Esa noche hicimos corro alrededor del sitio donde estuvo la plantación y pusimos los niños al centro. Fue el último rito: nosotros llorábamos sin consuelo y los hijos jugaban, ajenos la tragedia. A la media noche, exhaustos, supimos que ya nada nos unía, nada salvo el último árbol. Lom trepó a él, bajó las semillas y le entregó a cada uno un puñado de maduras cápsulas cafés. El llanto era tan grande que parecía que no se acabaría nunca. Nos abrazamos antes de separarnos, nosotros fuimos por lo que quedaba de nuestras cosas después del vendaval, y nos trasladamos a la caverna. La ciudad no quedaba lejos y pudimos traer algunos enseres y algunos muebles de madera “porque en último término podremos hacer fuego con ellos” dijo Mel.

En sus oídos resonó el estallido del último árbol. Toda la ciudad lo escuchó, porque después del llanto las noches eran puro silencio.

La niña se dio vuelta en la cama, fue a verla. y le arregló las sábanas, las mantas. ¡Qué absurda historia, pensó, sábanas en un mundo que no tiene vuelta! Siguiendo recomendaciones de él inspeccionó con cuidado las ropas en busca de algún alacrán. También miró debajo de los catres. Se enderezó con mucha calma. Últimamente permanecía en un doloroso y filudo estado de conciencia. Tenía la piel sensible a todo roce, sentía sus huesos, el elástico de sus músculos, la fina raigambre de su carne.

Sintió sus rodillas. Tuvo la vívida sensación de que estaban despiertas, hablándole, confirmándole que éstas sí eran las últimas cosas, el último destello. Él le había dicho, seco y determinado: “No son las últimas cosas, no es el último árbol. Yo te llevaré a un lugar donde germinarán las semillas y el sol será potente y dulce otra vez, la lluvia nos mojará el cabello y en navidad te regalaré jazmines. Todo de nuevo, amor, amor, todo de nuevo. En algún lugar del sur Dios habrá puesto su mano y hasta allá no habrá llegado el castigo. Yo encontraré ese lugar y volveré a buscarte”.

Pasó sus dedos sobre la mesa sintiendo cómo ellos estaban sutilmente conectados con sus ojos y sus oídos. Oyó la madera tañendo, vibrando y latiendo.

Afuera bramaba el viento. Otra noche sin salir porque el polvo ahogaba y porque se le podría perder un niño en la oscura soledad. Empezó a rozar las mantas, las sillas, el espejo, la ropa blanca, la loza... era cierto: los átomos estaban allí vivos y giraban. Los podía ver y oír con las yemas de los dedos.

“Todo es arriba como es abajo” Lo inmenso y lo mínimo reconocen la misma clave, responden a la misma voz, la perfección palpita en todo el universo. En clases solían tener grandes discusiones sobre el principio rector de la vida y cada uno creía conocer la verdad.

Súbitamente se volvió hacia el balde. El ruido de la gota, tan exacto día y noche, se había interrumpido. Mienttsd, por la entrada comenzaba otra procesión de alacranes.

 
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lunes, 9 de abril de 2007
 
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